Ricardo Garanda Rojas.
Cuándo alguien desea viajar en tren, no
es Toledo la ciudad más adecuada. Pero desde Ciudad Real muchas posibilidades
se abren si quieres ir al sur, también a la Costa Brava. Un AVE generoso con la
capital manchega y rácano con un Toledo que, a veces, sigue pareciendo un
barrio un poco alejado del Madrid de los Austrias.
Bien, pues siendo así
las cosas, desde Ciudad Real me subí al AVE 03993 rumbo a la fiesta del libro
de Sant Jordi, en Barcelona. Y lo hice en el último vagón, el 32. El Vagón del
Silencio, apenas respirar me atrevía.
Desde el tren se pasa por otra Tierra,
la de la parte de atrás. Ni viñedos se ven, porque el tren pasa por la puerta
de atrás de La Mancha, por el patio trasero de cualquier hábitat, a veces parece
que circula por la parte de atrás de nuestras vidas. Vemos la trasera de los
pueblos, de las ciudades. Aunque no tiene nada que ver con este viaje,
hay que montarse en tren para pasar al lado de la plaza de toros de
Socuéllamos, original coso taurino, fabricado con los escombros, bien compactados, que sobraron de
arreglar las calles, haciendo con ellos un tronco que, vaciado en el centro, dejó libre el espacio
necesario para el ruedo. Y por fuera un jardín. Árboles, arbustos, y diversas
plantas con flores. Plaza-escombrera-jardín, (escombros eres y en escombros te
has de convertir) en la parte de atrás de la ciudad.
Por eso desde los
trenes se ve tan poca gente, todas parecen poblaciones fantasmas.
Cuando el tren pasa por
Guadalajara tampoco se ve a nadie, pero no tiene nada que ver con la anterior
causa, no se trata de escombreras ni de traseras, sino de los antiguos terrenos
de la familia de una señora muy importante en alguna época reciente de Madrid.
Nada más lejos de mi intención que querer hacer comparaciones ofensivas. Aunque
en escombros parece haberse quedado el presunto viejo proyecto de urbanizar a lo bestia
aquellos terrenos, antes sólo inhóspitos y ahora inhóspitos con estación de
AVE.
Avanza este terrenal
ave, que ni alas tiene pero sí unas buenas patas metálicas de una terrible
aleación que este viajero desconoce, y traspasa tierras de Sur a Costa Brava,
en ese norte mediterráneo que nos lleva por mar o a través de las montañas al
mismo resto de Europa. Y voy comprendiendo el sueño inútil de las tierras presumiendo,
ante mí y ante todos los que aquí vamos encerrados sin posibilidades apenas de
cuestionar nuestro destino, de su larga existencia, sin llegar a la eternidad. Sólo tiene la
fuerza de su mayor existencia, pero más humilde debiera ser, porque los
árboles, los viñedos, los trigos, todo termina convirtiéndose en tierra baldía
cuando los tejados de las casas comienzan a hundirse. Aquí no hay agua para
autónomo bosque. El Jalón ayuda, pero no puede garantizar para la tierra lo que
nadie le asegura para él.
Fotografia de Isabel Villalonga |
El 32, ¡qué
terriblemente aburrido resulta este Vagón del Silencio!. Ahora echo de menos la
gente narrándose su vida por teléfono o al de su lado, con la egocéntrica
intención de que lo oigamos todos los demás. Cualquiera diría que hablan con
algún amigo o amiga de parte de sus vidas, pero quiá, se acaban de conocer en
el tren. Parece un buen sitio para contar que lleva tres meses sin conocer nada
de su hija o de que su yerno se ha quedado sin trabajo y la casera, amiga de la
familia de toda la vida ahora llega y le dice a su hija que si el mes que viene
se vuelven a retrasar hay que ir pensando en dejar el piso libre. ¡Es que no
terminas de conocer a la gente!. En el
último viaje que hice, en un vagón
normal, es decir, ruidoso, una chica joven le contaba a su madre a
través del teléfono que se iba porque quería, porque ya no aguantaba más el
ambiente de su casa, que si ella quería aguantar a su marido (el padre de la
chica) que lo hiciera, pero que ella (la chica) ya no aguantaba más gritos e
intolerancias, que se iba con una amiga que vive en el sur de Francia. ¿De qué?, pues ya encontraría algún trabajo
para ganarse la vida. No, no pienso volver, hazte a la idea… Y en esa línea
continuó la conversación más de treinta minutos, os aseguro que todo el mundo
estaba pendiente de la conversación por mucho que unos miraran a un libro cuyas
páginas no pasaban o a un paisaje que era igual incluso cuándo atravesábamos
algún túnel. Qué decepción cuándo colgó, menos mal que su decisión siguió
siendo inamovible, ¡que no volvía!. Estuvimos a punto de aplaudir, sobre todo
cuándo comprendimos que el tal padre no sólo gritaba, que su mano volaba a
veces ante la madre y la hija con ignominiosa violencia.
Pero en éste viaje, con
este silencio se complica mucho mi cotilla obsesión por tratar de adivinar las
peculiaridades de la vida, de la profesión, las tristezas y las alegrías de
esas gentes totalmente desconocidas, al menos hasta hoy, pero cuyos rostros voy
a seguir viendo a corta distancia durante algunas horas, cruzándonos gestos de
amabilidad, de cesión de espacios, de sonrisas educadas y cómplices. ¡Qué
triste es el silencio!, cómodo pero triste y aburrido.
Seguiremos el viaje otro día.
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