Antes
de este Hombre hubo muchos otros y muchas mujeres que cultivaron rojas fresas,
que cuidaron de su madurez y de los matices que cada una dejaba en el paladar
de los comensales.
Pero
a este Hombre le dio miedo, descubrió que era mucho más fácil saborearlas que
explicar esos matices que avanzan del ácido al dulce, con algunos tonos amargos,
en sus papilas gustativas. A este hombre le dio miedo no encontrar los aplausos
tras su explicación.
Conoció
este Hombre bien las fresas rojas. Las vio, las llegó incluso a arrancar de la
mata, con sobresalto cuando eran frutos prohibidos, pero más tarde con el mimo
de quien las desea.
Llegó
a llenar su casa de fresas rojas este Hombre, y presumió de ello ante sus gentes
y ante las contrarias. Realmente se respiraba un agradable ambiente en esa
época en la casa de este Hombre.
Pero
algunos de sus mayores le convencieron de que tenía que ser cauto, que si las
comía tendría que asumir el riesgo de apartarse de la mesa. Mejor, le dijeron, dedícate
a comer de la blanca nata, es plana y suave, puedes planificar bien cómo y por
dónde comértela. Aparta esos frutos rojos, le dijeron, es posible que te gusten
a ti y a algunos más, pero ¿a cuántos? Esa es la clave, le dijeron a este
Hombre.
Las
rojas fresas complicaban mucho la vida de quien no quería correr riesgos de
perder su sitio en la mesa, por muy magníficas, bellas y apetecibles que
parecieran.
La
blanca nata era más abundante y por tanto, más apetitosa de atacar, más fácil,
más dócil, más dulce…
Con
las rojas fresas, a veces, hay que soportar incómodos grados de acidez si aún
no ha trascurrido el completo proceso de maduración. Sin embargo, la blanca
nata ya viene bien edulcorada y así es fácil
de acostumbrar el paladar. El dulzor de la blanca nata es mucho menos complicado de defender, mientras que para explicar los matices que la fresa roja nos
deja en el mental- paladar hay que esforzarse mucho más y, lo que es peor, sin
éxito garantizado.
Para
el Hombre que rechazó las fresas buscando la nata, esa cuestión era
fundamental.
Por
eso, después del banquete, como la inmensa mayoría de los planos comensales,
prefirió la blanca y fácil nata. Las fresas rojas quedaron marginadas en las
esquinas de la mesa hasta que, despreciando absolutamente el valor que pudieran
tener, la brigada blanca de limpieza las amontonó y terminaron en el cubo de la
basura.
El
mundo así se convirtió en algo uniforme, tranquilo, fácil de reconocer. En él
las decisiones necesariamente habrían de ser blancas.
Las
rojas fresas terminaron en los estercoleros que el mundo blanco cedía
gustosamente en ciertos rincones. Abandonadas de los hombres que no quisieron
complicarse en sus gustos, pudriéndose con la única esperanza de servir de
abono a las plantas nodrizas y ayudar así a que, con una insistencia incómoda
para el blanco mundo, vuelvan a brotar fresas que desde el verde inicial
terminen en un rojo potente, buscando a los hombres y a las mujeres que se
atrevan a gritar que la fresa roja es crucial para cambiar el sabor de un mundo
apáticamente blanco.
Este
Hombre fue a lo fácil y se mantuvo en la fiesta, pero no será recordado, porque
sus hijos y los nuestros no nos recordaran por lo que fuimos, ni siquiera por
lo que hicimos. Nos recordarán, más bien, por lo que quisimos, amamos y
luchamos.
Por
las fresas rojas que saboreamos.
Es curioso, que siendo este el relato que más se ha leído, más de cinco mil visitas, tal vez ya seis mil, no tiene ningún comentario ¿por qué?
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