Ricardo GAranda
No tenía yo claro cuál podía ser el origen de lo que parecía un terrible grito de queja, seguí subiendo por el sendero, creo que aceleré mi paso. Volvió a sonar a los diez minutos, en absoluto estaba seguro de que fuera un grito humano.
Me empezaron a entrar
dudas, dudaba sobre si lo que más me empezaba a preocupar era que fuese un
sonido emitido por una garganta humana desesperada, o, por el contrario, que se
tratara de algún animal atrapado o herido.
Mi llegada a la pequeña
explanada coincidió con un tercer grito, ahora mucho más suave, pero pensé que aquella
mujer estaba loca, allí gritando al lado de la fuente de Cumaz.
Era muy temprano. Lo
normal, lo que ella debiera esperar, sería que nadie la oyera. Mi presencia suponía
una tremenda casualidad, nunca madrugo tanto, había dormido en Morillo de Tou
y, en esta ocasión, casi amaneciendo, salí en dirección al Cañón y me puse a
andar la ruta. Necesitaba el silencio que permitía el ruido del agua incordiado
por el graznido estridente de una urraca o alguna otra ave que la imitaba.
Después de andar poco más de una hora por el sendero de ese limitado silencio,
me habían alarmado los gritos de aquella mujer. Se cortó cuando me vio, aunque
siguió con sus lamentos.
Por su forma de gritar,
pareciera que venía quejándose desde “otro mundo”.
En dos piedras distintas
y distantes, aunque del entorno de la fuente, nos sentamos. En realidad, ella
ya estaba sentada. Yo la miraba, entre intrigado y ansioso, esperando que me
contara algo, que me explicara sus gritos, aunque no sé muy bien por qué
tendría que hacerlo. Ella, sin embargo, miraba al suelo con unos ojos de
angustia que yo, lógicamente, era incapaz de asumir y, menos, interpretar.
Solo
aquí puedo gritar, dijo.
Debió de pensar que ya no era lo mismo, negaba en silencio, como queriendo indicar que ni siquiera en este punto alejado del “mundo-gente” encontraba la necesaria soledad para gritar “sus mierdas”. Sacarlas fuera, que se escaparan entre los pinares de ese cañón, que fueran absorbidas por las truchas del rio, que volaran entre los pájaros por ese aire de destino desconocido, que se perdiera muy lejos de ella y la dejaran reiniciar su camino, su vida.
Grita, le insistí. Y gritó muy fuerte:
“¡Smattricanipitayeassss!”
La naturaleza pareció
quebrarse, desde la cima de la montaña más alta, hasta el fondo del inquieto
rio.
Ni ante un desconocido
quería expresar lo que en esos momentos le dañaba. Pero el extraño grito se me
coló dentro de mi cuerpo y sentí un desasosegante escalofrío que me recorrió la
columna vertebral desde la primera vértebra cervical hasta llegar al sacro y
desde ahí escapar a mi control.
Callé, esta mujer
necesitaba estar sola y yo me levanté, balbuceé alguna frase que indicara
despedida, me hizo un leve gesto que pareció de agradecimiento. No supe muy
bien si por animarla a desahogarse o por irme y dejarla sola en su piedra.
Inicié el camino de
regreso, en silencio, esperando que algún eco rebotado en aquellos inmensos
muros de Añisclo pudiera darme alguna pista.
Ya no escuché nada, ni a la
urraca, sólo el agua.
Buena narración, Ricardo. 👏👏👏
ResponderEliminarRelatos y poesía. Avanzando.
ResponderEliminarTe vas superando
ResponderEliminarMe ha gustado mucho este relato, a ver si pillo el transfondo.
ResponderEliminarBueno,ahora edtudiare el sentido
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