Perdónenme los barceloneses por situar un adjetivo
posesivo ante un lugar que evidentemente no me pertenece, pero es que en ese
lugar hay muchos mundos, muchas vivencias de muchas gentes, también algunas mías.
Matar en las Ramblas es matar en un centro de reunión, en un lugar de comunión
internacional.
Estuve en Barcelona el día de Sant Jordi último, en
la Feria del Libro, y recuerdo que pensé que allí el problema para comunicarse
no era hacerlo en Español o en Catalán, eran necesarios conocer muchos idiomas
si quisiera hablar con cada uno y cada una en el que les corresponde. Lenguas
variadas que ayer confluyeron en un único grito de horror.
Por supuesto que lloro con esas familias y con esos
grupos de amistades, y con los barceloneses todos. Lloro con cualquiera de
cualquier parte del mundo que se emocione mínimamente ante estos hechos. Pero no es tanto por el número de fallecidos
o de heridos, he leído que el año pasado en España murieron más de seiscientas
personas en accidentes laborales y no impacta tanto.
Lloro porque para realizar un acto terrorista lo
primero es minimizar al máximo la esencia de cualquier persona. Nadie vale
nada. Se mata por una patria o por una religión, el individuo no importa, la
vida de las personas no tiene ni el más mínimo valor, ni siquiera las suyas.
Dirige un bien o un ser supremo, el hombre no decide nada, a los ojos de los
terroristas la libertad está muerta, para ellos y para los asesinados.
Y eso es lo verdaderamente terrorífico, esa capacidad
del ser humano para devaluarse tan profundamente y convertirse en el peor de
los animales, destruyendo porque una
orden superior así se lo impone.
Y nosotros facilitamos su misión con nuestros
mensajes, ante ellos justificamos sus
atrocidades cuándo expresamos, a su vez, nuestro odio a sus personas, a sus
dioses, a sus modos de vida. Y luego encima declaramos públicamente que esto es
una guerra. Ahí, en su terreno. Si aceptamos que es una guerra, ¿no tendríamos
que asumir que hay dos bandos y que cualquiera de los dos tiene tanto derecho a
atacar como a defenderse? ¡Qué sabios
somos!. ¡Qué incongruentes diría yo!.
Hemos de tratarlos como delincuentes asesinos, y
nuestros únicos instrumentos han de ser los policiacos y los judiciales.
Cualquier valentonada de “echarlos de España”, de “ir a por ellos” o
generalizaciones tan inhumanas como injustas de “moros fuera”, o “extranjeros
fuera”, nos pone en un nivel de reivindicación parecido al de ellos. Con el
odio xenófobo a su religión les autorizamos implícitamente a que ellos odien a
la de cada uno.
Por eso al grito de “No tinc por” introducirle un matiz:
no tengo miedo al terrorista, tengo miedo al hombre.
Ramblas, ¡ay mis Ramblas!, estoy deseando volver a
pisar tu suelo, oír esos sonidos babelianos y tomarme un Martini como sólo allí
saben.
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