miércoles, 24 de febrero de 2021

¿Dónde estabas el 23-F?

Ricardo GAranda

Casabas, 230221



Llevo cuarenta años sin escribir de esto y hoy me apetece.

Encierra el recuerdo de muchos traumas para mí, como para muchos otros y muchas otras, y esto de los traumas personales tiene tantos matices que lo convierten en algo muy difícil de explicar, muy complicado para hacerse comprender. Y, al final, optamos muchos por decir: No hablo de ello, ya está dicho todo y no me apetece.

Que si había un acuerdo entre los partidos principales y el Monarca para sustituir a Suarez por un Militar “moderado”, que si Tejero lo estropeó todo con su torpeza, que si el acuerdo pasaba por Armada y la “Tejerada” tenía más que ver con los apostantes por Milans del Bosch…que sigan contándolo quienes sepan algo, a mí esto ya me da igual.

Yo lo que recuerdo es que tenía 26 años, aún sin cumplir. Vivía en Madrid, al ladito de la plaza de Lavapiés (me encantaba ese barrio). Venía en autobús de hacer mis horas extras en el departamento de Extranjero del Banco Hispano Americano, entre Serrano y Marqués de Villamagna, en la planta trece. Cuando el autobús pasó por la glorieta de Atocha pre-Tierno, es decir, con “scalextric”, los coches de policía, con sus sirenas encendidas, cruzaban las zonas verdes que rodeaban las columnas que soportaban los pasos elevados y empecé a creer que ETA había vuelto a atacar con otro criminal atentado. Lo de ETA en aquella época era un “sinvivir”.

Desde la parada del autobús hasta mi domicilio iba escuchando retazos de conversaciones en la calle mientras que, instintivamente, aceleraba mis pasos. Creo que subí los escalones de dos en dos y cuando entré en casa, mi compañera estaba muy nerviosa, había oído en directo por la radio los gritos y los tiros en el Parlamento. Formábamos parte de esa supuesta mayoría de personas que temía lo peor: la involución democrática y la vuelta al sistema dictatorial.

Yo no podía volver a mi pueblo. No hacía mucho que un grupo de personas que, sin duda, en esos momentos estaban celebrando el “tejerazo”, me habían sacado, junto a otros compañeros, a punta de pistola de un local cultural. Luego he sabido que ese mismo 23 de Febrero de 1981, componentes de este grupo y afines, estuvieron ocupados en acumular armas y tenerlas preparadas.

Mientras repetía con cierta obsesión “no puedo ir a mi pueblo”, mi padre me llamó varias veces por teléfono para intentar convencerme de que hiciéramos las maletas y nos fuésemos a su casa. Él consideraba que los golpistas eran “de los suyos” y por tanto podía protegerme a pesar de “mis errores” militantes. Por supuesto, no aceptamos esa protección.

La tensión fue relajándose a lo largo de la noche, todo fue quedando en un tremendo susto que continúa valorándose cuarenta años después. Para la generación de mis hijas, se trata de un acontecimiento que se puede leer en los libros de historia, porque nunca más hubo en este País ningún otro altercado militar, aunque a muchos aún, militares y civiles, les gustaría poder repetirlo y esta vez con éxito. Diríase que aquel 23F actuó de vacuna.

Al día siguiente, sin haber dormido nada, volví a mi vida cotidiana, al trabajo en el departamento de claves telegráficas del banco. La sensación era muy desagradable porque allí nadie hablaba de lo que había ocurrido, como si diera miedo, como si no nos atreviéramos a decir lo que pensábamos cada uno y cada una de quienes allí estábamos. Yo creo que fue la primera vez en mi vida que descubrí lo poco que sabía de mis semejantes y que ignoraba todo sobre lo que podía esperar de ellos. Recuerdo que llegué a la conclusión de que, si el Golpe de Estado hubiese triunfado, la vida habría seguido exactamente igual: hubiéramos ido a trabajar en silencio igualmente como si nada hubiera cambiado.

Todos estos cuarenta años he deseado que estuviera equivocado en esa conclusión. Pero nunca lo he sabido, sigo conociendo poco a mis semejantes.

 


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