jueves, 19 de octubre de 2023

¿Y de qué voy a escribir?

Ricardo GAranda. 201023

Con la que está cayendo me cuesta inventarme una historia pero es que me duele escribir sobre la realidad. Hasta escuchar la radio duele. Los creyentes debieran estar contentos de poder estar equivocados. De que realmente no haya nadie en ningún sitio que pueda controlar mínimamente esto, que no haya ningún dios todopoderoso responsable de las atrocidades que los humanos, de forma colectiva, ejecutamos.

No hay excusas, somos nosotros, los hombres y mujeres que formamos parte de esto que llamamos humanidad, tan racional, tan inteligente, tan empática que matamos por una patria, por una idea religiosa, por un terreno, por unos euros, por un extraño sentido de la propiedad física. No hay excusa, somos nosotros.

¿De qué voy a escribir? ¿Me invento una historia genial que hable de lo etéreo del ser? ¿De la sensibilidad de la persona? ¿Del amor entre los seres humanos? ¿O hablo de Ucrania, Palestina, Sudán, Afganistán … o cientos de realidades que hablan de muerte, explotación, anulación de libertades, odios…?

Esta mañana he escuchado la historia de un sudamericano que quiso venir a Europa a ganarse la vida. Para empezar bien, aceptó hacer de “mula” en el aeropuerto. Fue a la cárcel, y desde allí, para que no se enteraran los suyos, se fue inventando una vida, estaba en Paris, en Múnich, en Barcelona… hasta que se fue cansando y terminó desapareciendo. Pero vivía en la cárcel. Llegó a ella su hijo, que había pasado por lo mismo, se miraron y siguieron andando por el patio sin decirse nada. Preferían no existir, aunque existían.

Según lo oía tenía el terrible sentimiento de que, a veces, tal vez sea mejor no existir, aunque existas. Tal vez fuera mejor encerrarse en la cueva y salir cuando el mundo hubiese dado la vuelta, como un calcetín. Pero no hay previsiones de cambios. Seguiremos matándonos la gente en unas guerras por defender a nuestros dioses, a nuestras tierras, a nuestras tradiciones, y a veces sin saber muy bien qué es lo que defendemos. Seguirá habiendo terribles diferencias entre los superricos y los que no tienen nada que darles a sus hijos, ni un techo para acogerlos. Seguirá creciendo el odio a quienes no son como nosotros, al diferente. Seguirá existiendo, y tal vez creciendo, ese machismo asesino que mantiene a las mujeres temblorosas y obligatoriamente precavidas, recelosas.

¿De qué va a escribir alguien cuando le abruma el desencanto y la tristeza? ¿de alegrías? ¿de futuros optimistas? No lo veo. A mí, con frecuencia, como ahora, solo me apetece denunciar, quejarme. Ya sé que sirve para poco, hace años que lo sé. Pero hace años que, sabiéndolo, lo sigo haciendo, aunque solo sea por no rendirme yo también.  Y a mi edad he ido viendo rendirse a muchas, a muchos. Demasiados, demasiadas.

¿Hacia dónde va todo esto? Se bombardean hospitales y el mundo no se mueve, mueren niños, mujeres, ancianos, todos inocentes hasta el extremo, y el mundo no se mueve. Ahora en Israel-Palestina, pero no solo allí. En lo que me pareció un momento de exageración, hace unos días escribí un Twitter en el que decía: “Empiezo a pensar que en el mundo nos merecemos gobernantes como Netanyahu y Trump”. Ahora, días después, pienso que tal vez no fue tanta la exageración del momento.

Porque, por mucho que nos parezca insoportable lo que está ocurriendo en Gaza, y no solo allí, por mucho horror que nos produzca la información de los miles de muertos, niños, ancianos, por mucha sangre que veamos y seamos capaces de aguantar hasta el vómito, hay algo mucho más duro, más incomprensible para el concepto de humanidad: El que el mundo, sus gobiernos, sus pueblos, unos de una manera y otros de otra, lo permitan.

Es como si fuésemos aceptando que esto es así, que no tiene remedio, que ya no aspiramos a ser mejores.

Y eso es peor que la muerte.

 


jueves, 5 de octubre de 2023

“Smattricanipitayeassss”

 

Ricardo GAranda

No tenía yo claro cuál podía ser el origen de lo que parecía un terrible grito de queja, seguí subiendo por el sendero, creo que aceleré mi paso. Volvió a sonar a los diez minutos, en absoluto estaba seguro de que fuera un grito humano.

Me empezaron a entrar dudas, dudaba sobre si lo que más me empezaba a preocupar era que fuese un sonido emitido por una garganta humana desesperada, o, por el contrario, que se tratara de algún animal atrapado o herido.

Mi llegada a la pequeña explanada coincidió con un tercer grito, ahora mucho más suave, pero pensé que aquella mujer estaba loca, allí gritando al lado de la fuente de Cumaz.

Era muy temprano. Lo normal, lo que ella debiera esperar, sería que nadie la oyera. Mi presencia suponía una tremenda casualidad, nunca madrugo tanto, había dormido en Morillo de Tou y, en esta ocasión, casi amaneciendo, salí en dirección al Cañón y me puse a andar la ruta. Necesitaba el silencio que permitía el ruido del agua incordiado por el graznido estridente de una urraca o alguna otra ave que la imitaba. Después de andar poco más de una hora por el sendero de ese limitado silencio, me habían alarmado los gritos de aquella mujer. Se cortó cuando me vio, aunque siguió con sus lamentos.

Por su forma de gritar, pareciera que venía quejándose desde “otro mundo”.

En dos piedras distintas y distantes, aunque del entorno de la fuente, nos sentamos. En realidad, ella ya estaba sentada. Yo la miraba, entre intrigado y ansioso, esperando que me contara algo, que me explicara sus gritos, aunque no sé muy bien por qué tendría que hacerlo. Ella, sin embargo, miraba al suelo con unos ojos de angustia que yo, lógicamente, era incapaz de asumir y, menos, interpretar.

Solo aquí puedo gritar, dijo.

Pues si lo necesitas, continúa, le respondí yo. Y agregué: por mí no te preocupes, como si no estuviera.

Debió de pensar que ya no era lo mismo, negaba en silencio, como queriendo indicar que ni siquiera en este punto alejado del “mundo-gente” encontraba la necesaria soledad para gritar “sus mierdas”. Sacarlas fuera, que se escaparan entre los pinares de ese cañón, que fueran absorbidas por las truchas del rio, que volaran entre los pájaros por ese aire de destino desconocido, que se perdiera muy lejos de ella y la dejaran reiniciar su camino, su vida.

Grita, le insistí. Y gritó muy fuerte:

“¡Smattricanipitayeassss!”

La naturaleza pareció quebrarse, desde la cima de la montaña más alta, hasta el fondo del inquieto rio.

Ni ante un desconocido quería expresar lo que en esos momentos le dañaba. Pero el extraño grito se me coló dentro de mi cuerpo y sentí un desasosegante escalofrío que me recorrió la columna vertebral desde la primera vértebra cervical hasta llegar al sacro y desde ahí escapar a mi control.

Callé, esta mujer necesitaba estar sola y yo me levanté, balbuceé alguna frase que indicara despedida, me hizo un leve gesto que pareció de agradecimiento. No supe muy bien si por animarla a desahogarse o por irme y dejarla sola en su piedra.

Inicié el camino de regreso, en silencio, esperando que algún eco rebotado en aquellos inmensos muros de Añisclo pudiera darme alguna pista.

Ya no escuché nada, ni a la urraca, sólo el agua.