domingo, 26 de enero de 2020

La atalaya de los cubos de granito


Ricardo GAranda (250120)

Jaime despertó en la atalaya de los cubos de granito. Recordaba haber estado allí otras veces, antes, mucho antes. ¿Cuánto tiempo llevaba dormido sobre esa hierba? Jaime solo sabe que era invierno, porque el río Frexulfe rompía sin pudor la playa a la que da nombre y eso es algo que hace solo cuando se acaba la temporada veraniega, luego, cuando vuelve, las máquinas le empujan hacia el muro acantilado para que no moleste. Este año todavía no le han obligado a moverse, pero hay luz, sol, aún no llegó el verano de los bañistas, pero hay luz y los rayos del sol parecen entrar en su  todavía adormilado espíritu.

Jaime no sabe cuántos inviernos han pasado desde que vino aquí la última vez y se quedó dormido a la espera de despertar en un sueño que pudiera valer la pena. Y ahora mira sorprendido a su alrededor. Siente como vuelve a nacer, encogido encima de la hierba, aceptando el calor de esos rayos que ese sol cantábrico, ya cansado, va repartiendo generosamente antes de esconderse tras los límites de la tierra que se ve, que se siente, que se huele, viva. Como Jaime.

Abajo la mar se expresa con su enorme lengua blanca, dejando, con la brusquedad de la sorpresa, sobre la arena, mensajes que Jaime entiende, señales de su nueva vida, y llevándose, con la suavidad de lo amado, acunándolos, los recuerdos de otra que tristemente acabó en aquel invierno de no se sabe hace cuantos años.

Descender desde la atalaya de los cubos de granito al río, a la playa, a recibir de cerca esa lengua blanca que se lleva y que trae vidas. Jaime desciende sin perder de vista ese atardecer grandioso que parece celebrar a lo grande la suya recién estrenada. De entre su confusión, Jaime va asumiendo que nada es nuevo para él: Conoce esa fina arena, la que se rinde ante los susurros que la Mar le dedica y la que se fortalece en duna defensiva, ajena a cualquier lisonjero arrullo que pudiera confundirla. Conoce esos pinos y eucaliptos, cosidos por las ramas del duro brezo, que desde abajo impiden ver las tierras que más allá se comprenden. Conoce esas rocas que desde el centro del arenal rompen la línea perfecta antes del final del plácido paraje. Ya conoció esos tonos rojos y amarillos que inundan la parte de cielo que más tarda en apagarse.

Para Jaime nada de eso es nuevo a pesar de acabar de nacer, y lo comprende. Solo él murió y vuelve ahora a la vida. Todo lo demás ha permanecido inamovible, inalterable, ajeno a finales y comienzos de vidas de pobres mortales como él. Cualquier variación forma parte de los sueños y sueña el hombre, pero no sueñan los ríos, las montañas, los árboles, el sol….estos solo viven.

Y se sienta Jaime en la piedra que rompió la línea de la arena. Y mira hacia arriba, a la atalaya de los cubos de granito, donde tanto dejó y donde acaba hoy mismo de nacer. Y mira Jaime al fondo, a la Mar, hasta el fin de las aguas que se ven, y comprende lo lejos que está ya todo. Inaccesible. Comprende que las mayores distancias no se miden en metros ni kilómetros, las mayores distancias, las infranqueables, se miden en unidades de tiempo.

Y mira Jaime a su lado. No está solo.

Jaime ha vuelto a nacer porque no está solo.

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