lunes, 10 de diciembre de 2018

Página 119 (2ª Parte)


 Ricardo GAranda (@rgarciaaranda)


...Y es que no es Cádiz una ciudad  para esconderse, es para recorrerla en compañía, tiene demasiada luz como para ir hablando con fantasmas, demasiado sosiego como para perderse la tranquilidad que te rodea en sus estrechas calles y sus numerosas plazas. Es una pena no disfrutar de esa maravillosa sensación física por culpa de estar inmerso en recuerdos de lo que tu vida fue y ensoñaciones sobre lo que ya nunca podrá ser.

Es Cádiz una ciudad para andarla, pero también para comentarla. No es buena la soledad en Cádiz. Puede asumirse en Toledo, bella por triste, pero no en Cádiz, magnífica por alegre.

Y, sensaciones tras sensaciones, el cuaderno sigue en blanco. La ficción no encuentra el necesario espacio entre tanta realidad. Pero no tiene Cádiz la culpa, viniste aquí con la esperanza de encontrar una idea, una figura, una línea en tu cuaderno que te permitiera seguir con otras muchas y abandonar así el vacío, ya largo, que te impide escribir algo que merezca la definición de creación literaria. Pensaste que pasear por Cádiz salvaría tu crisis y no es así. Tendrías que haber sabido que era muy probable que no fuera así.

Te has vaciado en tu tristeza y queda poco. Lo mismo da dónde estés. Hoy te has cansado, recorriste todo el paseo marítimo desde la altura de la librería Las Libreras hasta la Caleta, después te has vuelto loco a andar y andar sin rumbo por las calles del barrio de la Viña. Has pasado tres veces por las fachadas del mercado, incluso has entrado para comprar esas aceitunas tan amargas que solo a ti te gustan. 
En una de las múltiples vueltas paraste en  El Faro a comerte esa torta de camarones definida por ti mismo como la mejor del mundo y has callejeado por aquí y por allá, calle para arriba, calle para abajo: La Rosa, Sagasta, La Palma. Otra vez Sagasta… que ya te sonaban sus nombres como si fueras del barrio. Dos veces has pasado por la fachada de la Catedral.

Fotografía de Lourdes Muñoz
Agotado, te sientas a tomar una cerveza en un rincón al que llega el calor amable de los últimos rayos de sol. Miras la libreta que colocas encima de la mesa, con la mala conciencia de la inutilidad y tratas de soltar tu imaginación en busca del milagro. Pero sólo sale Ella en tu cabeza, y tú ya no quieres hablar de Ella porque eso supone ahondar más y más en el pozo de la ausencia. No quieres escribir sobre Ella, quieres estar con Ella. Ni una cosa ni otra son posibles.

¡Qué buena suerte hemos tenido, Ricardito! Repetía en distintos momentos de vuestra vida. Y tú ahora lo estas recordando, sentado en esa cómoda butaca de una cervecería de Cádiz. Recuerdas que con esa frase iniciaste el relato en la página ciento diecinueve del Memorial a Ellas. 
También recuerdas los versos del final:
¿Dónde estará el agua
de brillante azul
de los ríos que rozamos?
Toda en ti cabría
si fueras tú la Mar,
si tu fueras la Mar,
si la mar fueras tú
toda en ti cabría.

Vuelan estos versos en esta ciudad, elevados por la brisa que sale de los suspiros que Alberti entregaba a su Mar.
La tarde iba cayendo y la sensación de ingravidez también...

(Tendremos que continuar otro día para buscar el final de esta historia...)

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