Ricardo GAranda. 201023
Con la que está cayendo me cuesta inventarme una historia pero es que me duele escribir sobre la realidad. Hasta escuchar la radio duele. Los creyentes debieran estar contentos de poder estar equivocados. De que realmente no haya nadie en ningún sitio que pueda controlar mínimamente esto, que no haya ningún dios todopoderoso responsable de las atrocidades que los humanos, de forma colectiva, ejecutamos.
No hay excusas, somos
nosotros, los hombres y mujeres que formamos parte de esto que llamamos
humanidad, tan racional, tan inteligente, tan empática que matamos por una
patria, por una idea religiosa, por un terreno, por unos euros, por un extraño sentido de la propiedad
física. No hay excusa, somos nosotros.
¿De qué voy a escribir?
¿Me invento una historia genial que hable de lo etéreo del ser? ¿De la
sensibilidad de la persona? ¿Del amor entre los seres humanos? ¿O hablo de
Ucrania, Palestina, Sudán, Afganistán … o cientos de realidades que hablan de
muerte, explotación, anulación de libertades, odios…?
Esta mañana he escuchado
la historia de un sudamericano que quiso venir a Europa a ganarse la vida. Para
empezar bien, aceptó hacer de “mula” en el aeropuerto. Fue a la cárcel, y desde
allí, para que no se enteraran los suyos, se fue inventando una vida, estaba en
Paris, en Múnich, en Barcelona… hasta que se fue cansando y terminó
desapareciendo. Pero vivía en la cárcel. Llegó a ella su hijo, que había pasado
por lo mismo, se miraron y siguieron andando por el patio sin decirse nada.
Preferían no existir, aunque existían.
Según lo oía tenía el
terrible sentimiento de que, a veces, tal vez sea mejor no existir, aunque
existas. Tal vez fuera mejor encerrarse en la cueva y salir cuando el mundo
hubiese dado la vuelta, como un calcetín. Pero no hay previsiones de cambios.
Seguiremos matándonos la gente en unas guerras por defender a nuestros dioses, a
nuestras tierras, a nuestras tradiciones, y a veces sin saber muy bien qué es
lo que defendemos. Seguirá habiendo terribles diferencias entre los superricos
y los que no tienen nada que darles a sus hijos, ni un techo para acogerlos. Seguirá
creciendo el odio a quienes no son como nosotros, al diferente. Seguirá
existiendo, y tal vez creciendo, ese machismo asesino que mantiene a las
mujeres temblorosas y obligatoriamente precavidas, recelosas.
¿De qué va a escribir
alguien cuando le abruma el desencanto y la tristeza? ¿de alegrías? ¿de futuros
optimistas? No lo veo. A mí, con frecuencia, como ahora, solo me apetece
denunciar, quejarme. Ya sé que sirve para poco, hace años que lo sé. Pero hace
años que, sabiéndolo, lo sigo haciendo, aunque solo sea por no rendirme yo
también. Y a mi edad he ido viendo rendirse
a muchas, a muchos. Demasiados, demasiadas.
¿Hacia dónde va todo esto? Se bombardean hospitales y el mundo no se mueve, mueren niños, mujeres, ancianos, todos inocentes hasta el extremo, y el mundo no se mueve. Ahora en Israel-Palestina, pero no solo allí. En lo que me pareció un momento de exageración, hace unos días escribí un Twitter en el que decía: “Empiezo a pensar que en el mundo nos merecemos gobernantes como Netanyahu y Trump”. Ahora, días después, pienso que tal vez no fue tanta la exageración del momento.
Porque, por mucho que nos
parezca insoportable lo que está ocurriendo en Gaza, y no solo allí, por mucho
horror que nos produzca la información de los miles de muertos, niños,
ancianos, por mucha sangre que veamos y seamos capaces de aguantar hasta el
vómito, hay algo mucho más duro, más incomprensible para el concepto de humanidad:
El que el mundo, sus gobiernos, sus pueblos, unos de una manera y otros de
otra, lo permitan.
Es como si fuésemos
aceptando que esto es así, que no tiene remedio, que ya no aspiramos a ser
mejores.
Y eso es peor que la
muerte.