MAS DE CIEN PALABRAS Y UNA MIRADA
La farola que soñaba con ser faro
Siempre presumió de aquella curva.
La farola que alumbraba aquel camino que llevaba a la ermita
estaba orgullosa de su emplazamiento.
Frente al océano infinito. Sobre el acantilado que protegía
el acceso al puerto de aquel pueblo marinero. Viendo cada tarde como el sol
desaparecía tragado por las aguas de ese océano siempre distinto, siempre
cambiante, siempre magnífico.
Desde ese lugar veía cada mañana como abandonaban el refugio
seguro del puerto los barcos de los pescadores que se hacían a la mar con las
primeras luces del alba para no regresar hasta la caída del sol. Y así cada
día, hiciera bueno o malo, estuviese la mar en calma o agitada por sus
demonios. Muy pocas veces, solo en las situaciones más extremas, dejaban de
salir a buscar el sustento para sus familias.
Desde ahí también veía los fines de semana a un rapaz,
adentrarse en las aguas abiertas para lanzar sus aparejos desde un humilde bote
que manejaba con habilidad pese a su corta edad ayudado de un par de remos. No
se alejaba mucho del abrigo de la costa. Buscaba aquellos sitios donde conocía
que la faena sería más productiva. Estaba unas horas fondeado allí y antes de
que el sol empezase a teñir el cielo de color púrpura regresaba al abrigo del
puerto.
La farola desde aquel emplazamiento, soñaba con ser un
apuesto y esbelto faro, que guiase a los pescadores de vuelta a casa. Pero la
verdad sea dicha, es que lucía en muy contadas ocasiones. Sólo cuando la fiesta
mayor requería de su uso porque la romería que subía hasta la ermita pasaba por
aquel camino. Eso, y cuando se celebraba alguna función religiosa y el tiempo
tornaba aquellos cielos en negros nubarrones haciéndose la noche de día. El resto del tiempo, aquella
farola, como las que iniciaba el camino, cuesta abajo y la que estaba a la
entrada de la ermita, permanecían apagadas como meros ornamentos del camino.
Una tarde de domingo cualquiera, aquella farola que soñaba
con ser faro, vio como siempre al zagal con su pequeño bote salirse a las aguas
abiertas. La tarde era agradable y el sol caldeaba los últimos días del
invierno. El muchacho cuando alcanzó el que era su caladero, lanzó el ancla,
largó los aparejos de pesca y se tumbó sobre el banco a recibir la tibia
caricia del sol. La farola desde arriba vio como se quedaba dormido con el
suave arrullo del mar meciendo la barca.
La tarde avanzaba y el muchacho seguía plácidamente dormido,
cuando de pronto, casi de improviso, una fina capa de niebla se fue extendiendo
sobre la superficie del agua, haciéndose más y más espesa cuanto más avanzaba
la tarde. La farola perdió rápidamente la visión de la barca, engullida por una
bruma blanca y brillante que relucía desde arriba iluminada aún por el sol.
Mientras, en la barca, el joven pescador se despertó
sobresaltado por la humedad sobre su rostro, y descubrió asustado que todo el
horizonte había desaparecido engullido por una niebla blanca y brillante que no
dejaba ver nada y hacía daño a los ojos. Un sudor frío se unió a la humedad que
la niebla dejaba sobre su cuerpo. Sin referencias, solo en mitad de la niebla
el riesgo de remar en la dirección equivocada le podría llevar hacia los
arrecifes del acantilado o lo que era aún peor mar adentro alejándose de la
costa.
Y entonces ocurrió. La farola que quería ser faro recibía
los últimos rayos del sol que se ponía en el horizonte, por encima de la niebla,
y éstos se reflejaron en los cristales que protegían la lámpara, creando un
destello que percibió el menudo pescador a través de la niebla. Al mirar al
cielo, vio brillar un punto más blanco entre la niebla y recordó la farola
sobre el acantilado de la ermita.
Rápidamente recogió los aparejos, y con la referencia de
aquel destello, enfiló hacia el puerto, llegando sano y salvo.
Aquella tarde, la farola que soñaba ser faro, cumplió su
sueño, y dirigió con sus reflejos al joven marinero de vuelta a casa.
JLROMERO
@romerojl
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