Mi vida aterriza
en una playa solitaria,
ya no puedo volar
porque se me murieron las alas.
Que solo está el hombre solo
por la calle, solo,
en los caminos solo,
en el puerto, en la playa,
solo en la taberna
rodeado de gentes.
Que solo está el hombre solo
y sin alas.
Ella
no quería volar muy alto, pero los y las que la conocíamos teníamos que mirar
para arriba siempre que queríamos buscarla. Una herida en el ala la obligó a
estar más tiempo en tierra de lo que ella y nosotros hubiésemos deseado. Y ya
no pudo volar más…
Cuando
comencé a escribir, y luego seleccionar relatos para la colección “Pesadilla en Zocodover” ya sabía yo que
tenía que enfrentar una historia como esta, era inevitable y lo hice como pude,
es decir, reiniciándola mil veces porque no había manera. Necesariamente tenía
que ayudarme ella con sus palabras, con sus pensamientos a escribirla. Sin su
ayuda yo no hubiese podido escribir jamás este relato. Es suyo, más que mío.
Sólo actúo como un simple narrador de las sensaciones que se producen ante la
presencia y la ausencia del ser más querido. Y actúo también como notario del
ánimo que tuvo en sus momentos de recogida ante el ala herida.
Ilustración de Cecilia Romero |
Una
amiga, tras leerlo, me dijo que daba toda la impresión de que lo e scribía
realmente ella. ¿Cuál es la realidad? ¿Qué importa qué dedos han ido aplastando
las teclas?. Una vida querida juntos da para mucho, desde luego para saber muy
bien lo que pasa por la cabeza y el corazón del otro. La primera parte de este
relato lo ha escrito Felisita, nadie ha de dudarlo.
Escribir
es como hablar con alguien. Poco importa si la distancia es grande o infinita.
Poco importa si, en definitiva, no tienes a esa persona físicamente delante en
ningún caso. Poco importa que no puedas tener ante tus ojos la respuesta. Si la
conoces, poco importa.
Las
paredes y el techo se aproximan o se alejan según en la casa huela a los aromas
del té, de nueces fragmentadas y de
limón exprimido en lugar del aburrido y triste café instantáneo y el pan
sacrificado en la tostadora. Hay días que se sabe muy bien dónde está la
ventana por la que entran esos rayos que deslumbran el primer despertar. Otros no.
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