Ricardo Garanda Rojas (@rgarciaaranda)
Cuándo nos encontramos con el cartel turístico
abandonamos la autovía bipolar del Cantábrico,
arriba y abajo, viaducto y túnel hasta que llegamos a ese cartel que nos
indica la salida a Puerto de Vega. Veiga para los puristas del lenguaje astur. Simplemente Vega para la mayoría de paisanos y paisanas. El cartel nos envía por Villapedre
y así evitamos cruzar Navia, capital del Concejo.
Ya en Vega abandonamos el auto, no lo vamos a
necesitar en algunos días, hasta que queramos ir a algún mercadillo cercano en Luarca o Navia, a Ribadesella a por orujo o nos apetezca hacer una incursión por los increíbles rincones del
interior, esa zona de valles y montañas desde la que no se llega a perder la
vista de la costa.
Apurando hasta el final la calle Real, bajamos por
La Riva y llegamos al mirador de la costilla de
ballena. Porque Vega fue un importante puerto ballenero, pero hace ya mucho de
eso. Desde el mirador, por La Sarrietera, la calle balcón vemos la entrada del puerto, el puerto entero, los barcos, las casas y el baluarte con sus cañones
adornando el frente. Antes de bajar, callejeamos un poco y tomamos una cerveza
en la plaza de Cupido. Bonito nombre para una preciosa placita que conserva un recuerdo indicando dónde vivió el controvertido periodista López Oliveros. Al lado está la casa donde vivió, escribió y murió el gijonés Jovellanos, dando nombre a la calle, por supuesto. Pero vamos a subir por la Calle Vieja para acercarnos a la expuesta explanada de la Atalaya, con su ermita marinera, con su
placa dejando claro que esas viviendas sociales se hicieron en la época del
antiguo régimen.
Y ya podemos bajar al
puerto marinero, si es mediodía y tenemos hambre, perfecto, porque hay
varios sitios dónde se puede comer con un nivel de calidad gastronómica
importante, calamares o percebes de la zona, pescados de roca, pulpo de
diferentes maneras. Se come, ya lo creo.
Antes, unos culines de sidra entre paisanos, muchos o pocos marineros,
según la mar esté para aguantar barcos o no.
Hay otras tres pequeñas playas en el recorrido, las vemos desde arriba, coquetas, de arenas finas, solitarias.
Al lado de la última está el mirador desde dónde se
ve el final del río, el inicio de la ría de Navia. El río viene de los bosques
y las montañas, la ría de la Mar, pero se entienden, se reparten las fuerzas
según la hora y si hubiese algún problema, el faro de Ortiguera haría de juez,
justo enfrente del mirador dónde tenemos situado el origen de nuestra mirada y
desde dónde con ella vemos la playa de Navia, artificial, fabricada por el
hombre, tal y como recuerda casi todos los años la fuerza natural de la mar,
arrastrando las arenas e invadiendo con sus olas hasta las mismas bases
herbáceas de los merenderos y las de
hormigón y madera de los chiringuitos.
Pero también podríamos haber dirigido nuestros pasos
a Barayo. Vamos a ello, por una senda que va recovequeando el acantilado,
bordeando los prados, los campos de mazorcas de maíz destinadas al alimento de
las vacas, y abajo la mar, según qué días, placida o miedosa para el paseante..
Con el único sonido de esa mar y nuestros pasos
y la vista distraída entre el horizonte
lejano, todo lo lejano que queramos, y las gaviotas cercanas, vamos avanzando
hasta que llegamos a un agujero que la mejor naturaleza ha horadado en ésta
maravillosa tierra. Abajo está la playa,
entre los muros con los que la naturaleza la protege, en un lado las cuevas que marcan el refugio del
espacio nudista, y al otro el río Barayo, que a mí me parece la fuente por dónde se llenan los océanos. Y al fondo el bosque de helechos y fresnos, con un
aspecto tan prehistórico que la primera vez que me perdí entre su follaje pensé
que necesariamente debió ser en un sitio como éste dónde Jean M. Auel se
inspiró para escribir “Los hijos de la Tierra”.
Solo nos queda, vueltos ya a Vega, pasear por la
calle del Casino y recrearnos la mirada con las magníficas casas que riquezas
indianas fabricaron tiempos atrás. Sus recuerdos están en el aire, al igual que los de
viejos marineros. Y algún otro recuerdo conocido, más cercano, también vuela entre esas
gaviotas y esa humedad de mar, que viene de Frejulfe, de recrearse en un nuevo
anochecer.
Algún día, cuándo toque, éste ha de ser mi
compartido destino.
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