Me mandaron aquí y no sé muy bien cuál es mi misión,
mi función. Tú te vas allí, recoges tu credencial y participas de los debates.
Di mi nombre. Si, usted viene por “provincias
centrales”. Me cuelgan una tarjeta del cuello que así lo indica, y me dan una
carpetilla con un bloc de folios en blanco, un bolígrafo de los que sobraron en
la última campaña y un pisacorbatas que no sé muy bien a cuento de qué viene.
Pienso que le daré otro uso porque mi cuello es bastante incompatible con las
corbatas, es difícil abarcarlo, necesitaría camisas con cuellos especiales y
mis gustos son demasiado sencillos para ello.
¿En qué Comisión va a participar usted?. No sé,
nadie me explicó esto. Pues mire, hay tres entre las que elegir: la comisión de
hacer cosas, la de debatir quienes y como se hacen y la de qué cosas. Déjeme
que lo piense, por favor, las tres me parecen interesantes pero complicadas,
luego vuelvo y se lo digo. De acuerdo, de momento le apunto entre los
indecisos.
Mientras pensaba en cuál sería la mejor opción, di
una vuelta por el hall del Palacio de Exposiciones y Congresos con la esperanza
de que algo o alguien me ayudara a acertar en tan importante decisión. Ya de
inmediato, y a falta de mayor observación, comprendí que había dos grupos de personas,
unos alegres, que bromeaban en corro, pensé que estos serían los que estaban de
acuerdo. Otros sin embargo iban deprisa para un lado y para otro, preguntando
con premura a alguno del otro grupo y otorgando el tiempo escaso para un sí o
un no, y seguir su acelerada marcha con un papel doblado en su mano dónde
tomaban, también de manera acelerada, algunas notas. Pensé que estos serían los
que no estaban de acuerdo.
No tardé mucho tiempo en descubrir mi error, los
relajados congresistas que reían, hacían bromas sobre la marcha y disfrutaban
del momento eran los que no estaban de acuerdo, y los correcaminos preocupados
serían sus oponentes. No estaba entendiendo yo muy bien estos preliminares,
pero bueno, tenía dos cosas importantes en qué pensar y no podía perder más el
tiempo en disquisiciones sicológicas. Tenía que descubrir cuál era mi misión,
mi función representando a las provincias centrales, y lo que aún era más complicado, tenía que
decidir a qué comisión iba.
Me acerqué de nuevo a la mesa dónde me habían
colgado la expresión de mi identidad al cuello, a ese mismo cuello que a la vez
quieren sujetar con una camisa bien abrochadita , atada con una corbata que, a
su vez, para que no se escape al viento debiera ir sujeta con una pinza dorada,
con apariencia de mini arma peligrosa, más que nada porque ya me parecía a mí
que era el cierre de una peligrosa serie de sujeciones. Bien, que me desvío, me
acerqué a la muchacha tan amable que me clasificó de inestable o indeciso, ya no recuerdo.
Aunque bien pensado no sé por qué he de considerar yo que esta chica fuera
especialmente amable, digamos que su comportamiento fue normal, equilibrado, al
fin y al cabo yo no había hecho ni dicho nada que la pudiera hacer inclinarse
hacia un comportamiento grosero conmigo. Total, amable, normal o grosera, me
acerqué a ella y la dije que había decidido ir a la comisión de Qué cosas hay
que Hacer.
Mi decisión fue fruto de una profunda, o tal vez no
tanto, reflexión sobre los descartes. Ir a la comisión de Quiénes y Cómo hacer
las Cosas me parecía demasiado presuntuoso por mi parte ya que, de momento,
ignoraba cuáles eran las cosas que tenían que hacer los quienes, y mucho más
atrevido me parecía debatir sobre el cómo hacer esas cosas. Y desde luego, me
parecía que iba a hacer un ridículo espantoso si me presentaba en la comisión
de Hacer Cosas sin tener ni la más mínima idea de qué cosas eran las que había
que hacer. A saber con qué sorpresa hubiese podido encontrarme en mi
ignorancia.
Pues ya está, inscríbame usted en ésta comisión y
empecemos por averiguar qué cosas he
venido yo aquí a debatir. Muy bien, muchas gracias, ahora que ya se ha
decidido, le entrego estas tres cartulinas, una roja, otra azul y una tercera
blanca. Son las papeletas de votación.
Debí de poner cara de estúpido, porque se sintió
obligada a explicarme (ahora si hay que definirla como amable, otro conflicto
resuelto) que tenía que levantar la cartulina azul si estaba a favor de lo que
se proponía, la roja si estaba en contra o la blanca si no lo tenía claro, si
no quería dar la razón a ninguno de los dos bandos, si necesitaba más tiempo
para decidir, si las dos propuestas le parecían mal o ambas le parecían bien,
si, aunque le gustara más una propuesta que otra no quería herir los
sentimientos de nadie, o simplemente si le daba la gana levantar la cartulina
blanca, que las apetencias irracionales también han de tener su espacio en
cualquier sistema democrático.
Guardé con cuidado en la carpetilla las tres
tarjetas que debería utilizar en misiones tan importantes como son las de estar
a favor, en contra o no estar. Igualmente guardé la guía de restaurantes de los
alrededores que me dio también la ya definitivamente amable chica de la
comisión de Credenciales. Listado de lugares adecuados para comer que tuve que
utilizar de inmediato porque la mañana se había ido gastando con tantos dimes y
diretes, tantas dudas y observaciones de pasillo que supongo a todos y a todas
nos sirvió para que las horas pasaran a velocidad de vértigo. En la puerta de
la sala reservada para mi comisión un letrerito informaba que las reuniones
comenzarían a las 17 horas. A comer.
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