Ricardo GAranda (@rgarciaaranda)
...Y es que no es Cádiz
una ciudad para esconderse, es para
recorrerla en compañía, tiene demasiada luz como para ir hablando con
fantasmas, demasiado sosiego como para perderse la tranquilidad que te rodea en
sus estrechas calles y sus numerosas plazas. Es una pena no disfrutar de esa
maravillosa sensación física por culpa de estar inmerso en recuerdos de lo que tu
vida fue y ensoñaciones sobre lo que ya nunca podrá ser.
Es Cádiz una ciudad
para andarla, pero también para comentarla. No es buena la soledad en Cádiz.
Puede asumirse en Toledo, bella por triste, pero no en Cádiz, magnífica por
alegre.
Y, sensaciones tras
sensaciones, el cuaderno sigue en blanco. La ficción no encuentra el necesario
espacio entre tanta realidad. Pero no tiene Cádiz la culpa, viniste aquí con la
esperanza de encontrar una idea, una figura, una línea en tu cuaderno que te
permitiera seguir con otras muchas y abandonar así el vacío, ya largo, que te
impide escribir algo que merezca la definición de creación literaria. Pensaste
que pasear por Cádiz salvaría tu crisis y no es así. Tendrías que haber sabido
que era muy probable que no fuera así.
Te has vaciado en tu
tristeza y queda poco. Lo mismo da dónde estés. Hoy te has cansado, recorriste
todo el paseo marítimo desde la altura de la librería Las Libreras hasta la
Caleta, después te has vuelto loco a andar y andar sin rumbo por las calles del
barrio de la Viña. Has pasado tres veces por las fachadas del mercado, incluso
has entrado para comprar esas aceitunas tan amargas que solo a ti te gustan.
En
una de las múltiples vueltas paraste en El Faro a comerte esa torta de camarones
definida por ti mismo como la mejor del mundo y has callejeado por aquí y por
allá, calle para arriba, calle para abajo: La Rosa, Sagasta, La Palma. Otra vez Sagasta… que ya te sonaban sus nombres como si fueras del barrio. Dos veces has pasado
por la fachada de la Catedral.
Fotografía de Lourdes Muñoz |
Agotado, te sientas a
tomar una cerveza en un rincón al que llega el calor amable de los últimos
rayos de sol. Miras la libreta que colocas encima de la mesa, con la mala
conciencia de la inutilidad y tratas de soltar tu imaginación en busca del
milagro. Pero sólo sale Ella en tu cabeza, y tú ya no quieres hablar de Ella
porque eso supone ahondar más y más en el pozo de la ausencia. No quieres
escribir sobre Ella, quieres estar con Ella. Ni una cosa ni otra son posibles.
¡Qué
buena suerte hemos tenido, Ricardito! Repetía en distintos
momentos de vuestra vida. Y tú ahora lo estas recordando, sentado en esa cómoda
butaca de una cervecería de Cádiz. Recuerdas que con esa frase iniciaste el
relato en la página ciento diecinueve del Memorial a Ellas.
También recuerdas los
versos del final:
¿Dónde estará el agua
de brillante azul
de los ríos que
rozamos?
Toda en ti cabría
si fueras tú la Mar,
si tu fueras la Mar,
si la mar fueras tú
toda en ti cabría.
Vuelan
estos versos en esta ciudad, elevados por la brisa que sale de los suspiros que
Alberti entregaba a su Mar.
La
tarde iba cayendo y la sensación de ingravidez también...
(Tendremos que continuar otro día para buscar el final de esta historia...)
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