lunes, 31 de diciembre de 2018

Página 119


 Ricardo GAranda (@rgarciaaranda)


Un domingo por la tarde de esos días inidentificables entre el fin del agotado Verano y el principio del tímido Otoño te persigue la idea de la existencia de tus dos vidas, incluso de la conveniencia de que ambas compitan para hacer viable la expresión de una compostura aceptable ante el deseo de apartarse y la necesidad de continuar a pesar de todo.

Un domingo por la tarde de esos en los que parece que el mundo entero se rinde para allanar el camino y hacer menos dramática la presencia del sacrificado y triste lunes, nada te satisface más que encerrarte en tu melancólica existencia mientras paseas por las calles vacías del pueblo que te vio nacer y la vio vivir. 
Con una de tus vidas sonríes a las pocas personas con las que te cruzas. No sólo porque es lo que esperan de ti, sino también porque comprendes que ellas no tienen la culpa de que tu otra vida esté mohína y barruntando tristezas irresolubles.

Necesitabas salir de allí. Además José Luis ya te estaba apremiando para que escribieras una historia y no eras capaz, querías tirar la toalla. Nada nuevo, salvo que esta vez me contaste que tu sensación era bastante más agobiante que otras. Tu problema ya ni siquiera era mandar a la mierda a José Luis y que apretara a otros y a otras para cerrar esa antología, el verdadero problema es que tenías la extraña y agobiante percepción de que nunca en tu vida volverías a ser capaz de inventarte una historia medianamente digna de ser publicada sin el riesgo de que los lectores la prendan fuego y no vuelvan a leer nada tuyo en el resto de sus días.
Pareciera que, en su personal competición, ninguna de tus dos vidas tenía nada interesante que contar a nadie, desde luego nada imaginativo que pueda valer la pena.

Alicia te puso un mensaje: el día tres presentamos el Memorial en Cádiz, y el cuatro en Sevilla ¿Te apuntas a alguna?
Anda que tardaste en contestar: a las dos.
Pensaste que cualquier excusa era perfecta para acercarse a Cádiz. Esta tenía un importante valor añadido: el Memorial era algo más que un libro, mucho más: la página ciento diecinueve estaba escrita por el yo que se quedó parado aquel treinta y uno de Enero de hace ya más de dos años, el que todos los días necesita que el otro le convenza por la mañana para levantarse y hablar, escribir, vivir.

Y  además así tenías una válvula de escape. Tal vez…

Te apeteció conducir por el Valle de Alcudia y la Sierra Madrona. Tenías que pasar por el mirador de Montoro. Pero esta vez decidiste no parar. Debiste pensar que necesitabas iniciar pequeñas rebeliones. Ella te lo pedía ¿verdad? Quería que vivieras tu vida separándote de recuerdos que te ataran en exceso. Esta vez hiciste caso, no paraste en ese Mirador desde dónde siempre habías visto Montoro y su valle con ella a tu lado. Seguro que no te sirvió de nada. Seguro que el nudo fue idéntico al de la última vez.

Entrar en Cádiz por cualquiera de sus puentes ya impresiona y posiciona. Rodeado de la Mar, sin escape: O resuelves o te hundes. Te dan ganas de parar el coche en la mitad del viaducto y reflexionar, es una especie de ultimátum.

Y es que no es Cádiz una ciudad  para esconderse, es para recorrerla en compañía, tiene demasiada luz como para ir hablando con fantasmas, demasiado sosiego como para perderse la tranquilidad que te rodea en sus estrechas calles y sus numerosas plazas. Es una pena no disfrutar de esa maravillosa sensación física por culpa de estar inmerso en recuerdos de lo que tu vida fue y ensoñaciones sobre lo que ya nunca podrá ser.
Es Cádiz una ciudad para andarla, pero también para comentarla. No es buena la soledad en Cádiz. Puede asumirse en Toledo, bella por triste, pero no en Cádiz, magnífica por alegre.

Sensaciones tras sensaciones, pero el cuaderno sigue en blanco. La ficción no encuentra el necesario espacio entre tanta realidad. Pero no tiene Cádiz la culpa, viniste aquí con la esperanza de encontrar una idea, una figura, una línea en tu cuaderno que te permitiera seguir con otras muchas y abandonar así el vacío, ya largo, que te impide escribir algo que merezca la definición de creación literaria. Pensaste que pasear por Cádiz salvaría tu crisis y no es así. Tendrías que haber sabido que era muy probable que no fuera así.
Te has vaciado en tu tristeza y queda poco. Lo mismo da dónde estés. 

Hoy te has cansado, recorriste todo el paseo marítimo desde la altura de Las Libreras hasta la Caleta, después te has vuelto loco a andar y andar sin rumbo por las calles del barrio de la Viña. Has pasado tres veces por las fachadas del mercado, incluso has entrado para comprar esas aceitunas tan amargas que solo a ti te gustan. En una de las múltiples vueltas paraste en  El Faro a comerte esa torta de camarones definida por ti mismo como la mejor del mundo y has callejeado por aquí y por allá, calle para arriba, calle para abajo,  La Rosa, Sagasta, La Palma. Otra vez Sagasta…, que ya te sonaban sus nombres como si fueras del barrio. Dos veces has pasado por la fachada de la Catedral.

Agotado, te sientas a tomar una cerveza en un rincón al que llega el calor amable de los últimos rayos de sol. Miras la libreta que colocas encima de la mesa, con la mala conciencia de la inutilidad y tratas de soltar tu imaginación en busca del milagro. Pero sólo sale Ella en tu cabeza, y tú ya no quieres hablar de Ella porque eso supone ahondar más y más en el pozo de la ausencia. No quieres escribir sobre Ella, quieres estar con Ella. Ni una cosa ni otra son posibles.
¡Qué buena suerte hemos tenido, Ricardito! Repetía en distintos momentos de vuestra vida. Y tú ahora lo estas recordando, sentado en esa cómoda butaca de una cervecería de Cádiz. Recuerdas que con esa frase iniciaste el relato en la página ciento diecinueve del Memorial a Ellas. También recuerdas los versos del final:
¿Dónde estará el agua
de brillante azul
de los ríos que rozamos?
Toda en ti cabría
si fueras tú la Mar,
si tu fueras la Mar,
si la mar fueras tú
toda en ti cabría.

Vuelan estos versos en esta ciudad, elevados por la brisa que sale de los suspiros que Alberti entregaba a su Mar.
La tarde iba cayendo y la sensación de ingravidez también.

                                                 ………….

Entrar en la Caleta, sin prisas, contando los pequeños pasos porque no hay destino. Dejando mis últimas y efímeras huellas en la arena. Adentrarme ya en esas cálidas aguas de la tarde, notando como a cada paso la mar va conquistando, centímetro a centímetro, mi desnudo cuerpo.
El Sol yéndose por el fondo, rojo él, despidiéndose de mí, diciéndome que mañana ya no nos veremos, que esta es ya la última despedida. El volverá a entrar eternamente por la puerta de este mercado, pero mi persiana permanecerá bajada, ya no estaré para darle los buenos días, ya no. Rojo el cielo, acogiendo el misterio y ocultando los interrogantes.

Avanza el océano por mis piernas, por mi cintura, noto que una sonrisa acude a mi rostro y hablo con Ella, la única que puede escucharme, le digo que esto ya se acaba, que no puedo seguir callejeando acorazándome en momentos ya imposibles, en un presente sin planes aceptables, sin sueños. Ya lo dije en un poema: Vivir es fácil, lo difícil es soñar.

Sigo avanzando, el agua acelera mis rebeldes pulsaciones según se eleva por mis testículos, mi vientre, mi pecho. Paro unos minutos, asumo la concesión de unos últimos recuerdos antes de perderles. Quiero recordar su sonrisa, aquella ante la que cualquier duda se quedaba congelada y archivada en el rincón de lo inconsistente.
Quiero recordar aquel primer momento en los coches eléctricos. Flechazo. Le costó creerlo, decía que era más pragmática y que esas cosas no ocurrían así en la vida real. Y yo pensé que tal vez, pero nunca tuve dudas de que me enamoré de ella en ese mismo instante, en ese sitio, el siete de Setiembre de 1972. A partir de ahí en mi vida solo hubo dos situaciones: con ella o sin ella. Nunca hubo una tercera opción.
Y aquel otro de la llamada telefónica al RACA 28 en La Coruña, con el amigo Pepe Bernal alucinando. Estaba en una prolongada situación de “sin ella” y mi sueño se hizo realidad de pronto, sin avisar. Ahí empezó realmente mi mejor vida…

Nuevos pasos, cortos, lentos, pero decididos. El agua por la garganta me anima, me acerca.

Aquel sueño que siguió día tras día, inexorable, perfecto. Solía decir que tenía miedo, que todo era demasiado perfecto, que sentía la sensación de que la vida me tenía guardado un fuerte revés. Tuve que acertar también en eso.

Ya la boca ha de permanecer cerrada para evitar el sabor desagradable del agua salada.

Llegó la bicha, ese “triple negativo” que truncó todo. Cruzó la vida con la muerte y los sueños cayeron de golpe, como el agua que trascurre pacíficamente, suave, recreándose con sus alrededores y con su vida interna y de pronto se vuelca en un acantilado, en un bestial salto del que es imposible recuperarse. No hay marcha atrás para ese chorro de agua que cae a su destino inevitable. Su vida encontró un precipitado final y la mía una lenta angustia que me pide a gritos la rendición absoluta, con muy pocos matices.

Mis ojos acuosos de varias sales ya no ven la separación infinita entre el agua y el firmamento, ya escuecen, pero no los quiero cerrar, sigo avanzando y deseo que una última imagen de luz, de vida, se despida de la mía.

Yo también he saltado, no hay marcha atrás

El pecho estalla, hay que abrir la boca y dejar que las aguas del universo penetren en cascada por mis entrañas. ¡Adiós!

                                                   ……………….

Empapado todo el cuerpo sigues sentado en esa silla de la cafetería que acogió tu cuerpo y tu mente agotados. No puedes asumir lo que crees haber soñado, o tal vez sí. Ni siquiera estas seguro de que haya sido un sueño. Tal vez, simplemente, hayas forzado demasiado tu capacidad de imaginarte una historia para la libreta que sigue estando ahí, delante de ti.

Pero son tan nítidas las imágenes. Tú sabes que has estado allí.

Ya tienes tu historia.

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