Ricardo GAranda (250120)
Jaime despertó en la atalaya
de los cubos de granito. Recordaba haber estado allí otras veces, antes, mucho
antes. ¿Cuánto tiempo llevaba dormido sobre esa hierba? Jaime solo sabe que era
invierno, porque el río Frexulfe rompía sin pudor la playa a la que da nombre y
eso es algo que hace solo cuando se acaba la temporada veraniega, luego, cuando vuelve, las
máquinas le empujan hacia el muro acantilado para que no moleste. Este año todavía
no le han obligado a moverse, pero hay luz, sol, aún no llegó el verano de los
bañistas, pero hay luz y los rayos del sol parecen entrar en su todavía adormilado espíritu.
Jaime no sabe cuántos
inviernos han pasado desde que vino aquí la última vez y se quedó dormido a la
espera de despertar en un sueño que pudiera valer la pena. Y ahora mira
sorprendido a su alrededor. Siente como vuelve a nacer, encogido encima de la
hierba, aceptando el calor de esos rayos que ese sol cantábrico, ya cansado, va
repartiendo generosamente antes de esconderse tras los límites de la tierra que
se ve, que se siente, que se huele, viva. Como Jaime.
Abajo la mar se expresa
con su enorme lengua blanca, dejando, con la brusquedad de la sorpresa, sobre
la arena, mensajes que Jaime entiende, señales de su nueva vida, y llevándose,
con la suavidad de lo amado, acunándolos, los recuerdos de otra que
tristemente acabó en aquel invierno de no se sabe hace cuantos años.
Descender desde la
atalaya de los cubos de granito al río, a la playa, a recibir de cerca esa
lengua blanca que se lleva y que trae vidas. Jaime desciende sin perder de
vista ese atardecer grandioso que parece celebrar a lo grande la suya recién
estrenada. De entre su confusión, Jaime va asumiendo que nada es nuevo para él:
Conoce esa fina arena, la que se rinde ante los susurros que la Mar le dedica y
la que se fortalece en duna defensiva, ajena a cualquier lisonjero arrullo que
pudiera confundirla. Conoce esos pinos y eucaliptos, cosidos por las ramas del duro
brezo, que desde abajo impiden ver las tierras que más allá se comprenden. Conoce esas
rocas que desde el centro del arenal rompen la línea perfecta antes del final
del plácido paraje. Ya conoció esos tonos rojos y amarillos que inundan la
parte de cielo que más tarda en apagarse.
Para Jaime nada de eso
es nuevo a pesar de acabar de nacer, y lo comprende. Solo él murió y vuelve
ahora a la vida. Todo lo demás ha permanecido inamovible, inalterable, ajeno a
finales y comienzos de vidas de pobres mortales como él. Cualquier variación
forma parte de los sueños y sueña el hombre, pero no sueñan los ríos, las
montañas, los árboles, el sol….estos solo viven.
Y se sienta Jaime en la
piedra que rompió la línea de la arena. Y mira hacia arriba, a la atalaya de
los cubos de granito, donde tanto dejó y donde acaba hoy mismo de nacer. Y mira
Jaime al fondo, a la Mar, hasta el fin de las aguas que se ven, y comprende lo
lejos que está ya todo. Inaccesible. Comprende que las mayores distancias no se
miden en metros ni kilómetros, las mayores distancias, las infranqueables, se
miden en unidades de tiempo.
Y mira Jaime a su lado.
No está solo.
Jaime ha vuelto a nacer
porque no está solo.
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